
Es el retrato de la crisis personal de un hombre que se entera de su paternidad, hecho a la medida de Julio Chávez, quien trabaja su personaje en las coordenadas que mostró en El custodio: taciturno, estólido, fuerte, y a la vez frágil. Su presencia y sus silencios abarcan cada plano. Pulsiones vitales y de muerte, de decadencia y esperanza, de cobardía y valor, afloran en el periplo de Juan Desouza, un cuarentón que decide darle unos días libres a su vida cambiándose de identidad, convirtiéndose en otro. Así lo muestra la cámara en su breve y pequeña aventura, adoptando el nombre de un muerto o el oficio de un doctor, sumergido en sus dudas o metiéndose en problemas (como cuando atiende una emergencia). En el material de prensa recibido, el director Ariel Rotter confiesa que escribió el guión teniendo en la cabeza a Chávez. Una vez más, el actor fetiche del cine indie argentino lleva sobre sus hombros todo el peso de la historia, y esa fe del realizador por su personaje se proyecta, del mismo modo, en una puesta en escena rigurosa y austera, que contempla y registra el arte del estupendo actor. Quizás ese exceso de ego reste algo de vuelo a una cinta que esperaba con expectativa y que me deja una sensación de lo ya mostrado por Laurent Cantet o Rodrigo Moreno.

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