Joel Calero estrena en la Competencia Oficial Ficción del 20° Festival de Lima su segundo largometraje La última tarde. En el filme acompañamos a Laura y Ramón, dos exsubversivos de izquierda, interpretados por Katerina D’Onofrio y Lucho Cáceres, durante toda una tarde en la que la pareja se reencuentra luego de casi dos décadas de haber vivido una intensa historia sentimental y política.
Las comparaciones con cintas de propuestas similares, sobre todo la popular trilogía de Richard Linklater, no se harán esperar. Sin embargo más allá de la puesta en escena con extensos planos secuencia donde los diálogos entre la pareja principal marcan el ritmo de la historia, el filme peruano apunta más a indagar en el pasado para intentar explicar el comportamiento de sus personajes en el presente.
La última tarde es una película intensa, muy contenida, que tiene muchas cosas para decirnos a los peruanos que andamos por las calles y barrios de este país durante los últimos 30 ó 40 años. A todos, a «los del pueblo» y a «los pitucos». A continuación conversamos sobre algunos de estos temas con su director Joel Calero. Vean el tráiler, y luego la entrevista:
Es muy sugerente tu asociación, Laslo. Para empezar, no fue deliberado, en el sentido de que me haya propuesto deliberadamente trabajar el tema de los encuentros subjetivos entre distintas clases sociales. Pero estoy seguro de que no es casual -en el sentido freudiano del término- si no, más bien, íntima e inconscientemente causal. Y es lógico que sea así, pues yo, como sujeto, estoy atravesado por esas preocupaciones. Es más, estoy convencido de que nuestro muy singular y asolapado racismo peruano es tal vez nuestra mayor tara para lograr integrarnos como sociedad. Basta la menor situación de tensión o estrés (como en las elecciones) para que, como ciudadanos o sociedad, exudemos ese racismo-clasismo que nos estructura. Esa debe ser la razón por la que, en mis películas –en tanto espacio ficcional y espacio de mis deseos- los distintos se vinculan, aunque eso no sea garantía de ninguna unión, sino, más bien, del surgimiento de otras dramáticas.
Sí, exacto. Antes de filmar, tuvimos que ensayar semanas antes, con actores, todo el equipo técnico, e incluso con el steadycam, para saber si lo que estaba escrito era sostenible en la realidad. Eso supuso una planificación muy fina de parte de Carolina Denegri y todo su eficientísimo equipo de producción, pues tuvimos que lidiar con infinidad de variables que había que controlar: ruidos de las construcciones de edificios en Barranco; la vida cotidiana de los restaurantes en la Bajada de los baños; los colegios; el tráfico; los vecinos; etc, etc. En la película todo luce muy sencillo, pero nos exigió una gran planificación. Por otra parte, la Municipalidad de Barranco fue un socio extraordinario; de otra manera, no hubiera sido posible filmar casi la mitad de la película en esos espléndidos pero complejos exteriores de Barranco.
Cada película exige su propia puesta en escena. Y muy pronto supimos que «La última tarde» necesitaba esa sobriedad de cámara para que el foco esté puesto, justamente, en la performance de los actores. En muchos momentos de la preproducción, nos preguntábamos si una película podía sostenerse únicamente en lo que los actores se decían entre sí. Sabíamos que eso sí ocurría en películas como Antes del atardecer (y toda la saga) de Linklater, o en «Sin testigos» de Mikhalkov, pero no estábamos seguros de que podíamos hacerlo nosotros, pero, como creo que todo es, en buena cuenta, una cuestión de decisión y obstinación, pues nos pusimos rápidamente a trabajar en ello.
Casi dos meses antes de que empiece el rodaje, empezamos los ensayos con actores. Yo tengo por norma (lo hice en Cielo oscuro, mi primer largo) reescribir la versión final de guión con los actores para que cada línea de la película sea expresión de su propia sintaxis, de su fraseo.
Ahora bien, incluso sabiendo eso, el trabajo en «La última tarde» fue sorprendente, pues Katerina D’Onofrio y Lucho Cáceres no solo le imprimieron su sintaxis y su manera de hablar, sino, también, sus ideas (las ideas que ellos iban asumiendo desde los personajes que iban construyendo a través de largas discusiones y lecturas). Eso fue particularmente rico con Lucho Cáceres quien, desde la primera vez que leyó el guión, casi dos años antes del rodaje, tuvo muchísimos problemas y prejuicios para acercarse a su personaje, un subversivo al que él llamaba despectivamente “terruco” y se molestaba cuando yo le pedía que no lo llamara así porque, al usar ese rótulo, Lucho masivizaba todos los prejuicios que genera el término y eso le impedía pensar y acercarse con sutileza a su personaje. No es casual que el fujimorismo y sus peores exponentes -como Becerril o Martha Chávez- pretendan ponerle el rótulo de “terruco” a todo aquel que piense distinto a ellos, tratando de demonizar a quien los confronta o les recuerda su naturaleza corrupta. Ese proceso lo ha explicado de forma brillante Alberto Gálvez Oleachea, el dirigente emerretista, quien explica que el término “terruco” pone automáticamente el tema en el campo de la psicopatología y la perversión, y no en el de la historia o la sociología que es el que les corresponde.
En suma, yo creo que ese trabajo de casi dos meses en que nos vimos todas las mañanas Katerina, Lucho, Daniel Amaru Silva (el asistente de dirección) y yo fue decisivo para que los diálogos no solo cuajaran en su forma, sino en su esencia. Por eso, me pareció justo que todos nosotros figuráramos en los créditos como responsables de la versión final de los diálogos.
Sí, por supuesto. Los estereotipos no sirven ni en la vida ni en el cine (o bueno, sí sirven y mucho en el cine hollywoodense). Por eso, luego de conversar con Jeremías Gamboa, me pareció importante que la película perdiera referentes concretos (como el nombre del colegio de ella, por ejemplo) que terminan generando estereotipos que, una vez que se instalan en tu cabeza, te impiden mirar al sujeto mismo para mirar tan solo el rótulo.
No. A mí me ocurre como director una cosa curiosa. Una vez que el editor junta las escenas la película ya tiene su duración final y casi casi su estructura final. Eso es muy extraño y espero que no ocurra con la tercera película. En todo caso, sabiendo que no se puede hacer mucho a nivel de estructura, empieza, entonces, el trabajo fino, de artesano, donde la sensibilidad y la inteligencia de Roberto Benavides –que es con quien edito- pueden encontrar matices sutiles que acaban generando algunos sentidos inéditos que me sorprenden.
La elección de esa canción hay que agradecérsela a Katerina D’Onofrio quien, una vez que le dije qué onda o feeling quería para esa canción (algo similar a lo que produce la canción de Jeanette en «Cría cuervos» de Saura), se encargó de la búsqueda una noche. A la mañana siguiente, yo tenía una relación de cómo 15 canciones que pronto fueron tres y muy rápidamente una: «A las puertas del cielo», cuyas letras, en versión algo kitsch, hablan de lo que podría haber sentido la Laura de la prehistoria del filme. Una anécdota curiosa es que Katerina la andaba cantando todo el santo día y, entonces, en el rodaje la oías por aquí y por allá, pues todos se acababan contagiando y terminaban cantándola. Después de esto, como imaginarás, no había, pues, otra posibilidad que conseguir los derechos de canción costara lo que costara. ¡Y vaya que nos costó muchísimo, en tiempo y dinero!
El cine -como todas las artes- es un espacio de fabulación, es decir, de elaboración, de procesamiento de lo que nos toca, nos moviliza, nos conflictúa o nos afecta. Si eso es cierto, ¿no es lógico que el cine aborde una y otra vez el llamado periodo de violencia política, el hecho histórico tal vez más importante que le ha ocurrido al Perú en el último siglo? Piensa si no cómo, más de medio siglo después, se sigue fabulando –se sigue elaborando- el holocausto, como lo prueba ese espléndido filme que es El hijo de Saúl.
Ahora bien, a mí, en particular, no me interesa recrear una historia de esos años. A mí lo que me interesa es mostrar cómo el presente está estructurado y modulado por el pasado. Y eso es verdad para nuestra vidas como sujetos y para nuestra vida como sociedad. Eso es lo que pasa en «La última tarde», donde se reencuentran, en este Perú del 2016 ó 2017, dos exmilitantes de izquierda que, hace casi dos décadas, lo arriesgaron todo por sus ideales, y, ahora, conversan sobre cómo se sienten y qué han hecho con sus vidas. Eso, a mí, me parece un tema riquísimo, pues estamos hablando, en el fondo, de lo que siente gente que ahora tiene entre 40 y 60 años, y que puede legítimamente plantearse de si han sido consecuentes o no con lo que creían y hacían. Pero, más allá del tema político, eso supone hablar de qué has hecho con tu vida, con aquello que querías hacer cuando tenías 20 años. Y ese es un tema muy mikhalkoviano, tengo que decirlo.
Yo no estoy muy seguro de que el tono de la película sea calmado, como dices tú. Creo que hay una violencia soterrada, pero actuante, presente. Lo percibes, por ejemplo, creo yo, cuando Laura enrostra a Ramón su haberse quedado anclado en algunos términos –como “pueblo”- que ya no dicen nada a estas alturas del siglo XXI (o no dicen lo mismo que decían hace 20 años). En todo caso, te digo que sí, que esa escena violenta del baño estuvo ya desde la segunda versión que fue la versión que trabajé con Paz Alicia Garciadiego, la guionista de Ripstein, que fue nuestra asesora. Lo que sí tengo que decir es que, en el guión final, había un cierto componente sexual que nunca apareció en ninguno de los ensayos y, por lo tanto, no estuvo en la película.
Esta escena a la que aludes -aunque es una escena que transcurre en una cama- no es una escena sexual. Pero, además, la escena inmediata anterior no termina con un un pulso o una tesitura violenta, sino, más bien, de “hermanamiento” por decirlo de alguna manera (me gusta más esa palabra que la sosa “fraternidad”). Esos dos personajes están, de alguna manera, amalgamados en el dolor, o en la sangre de uno de ellos, pero, además, ella no es la única violentada. Ramón también lo está de otra manera, aunque no sea quien está acorralado contra la pared. En suma, creo que ambos están hermanados en un cierto desamparo. Por eso, Ramón -aunque es quien está conteniendo en apariencia- termina recostando la cabeza en ella.
No es, pues, una escena sexual. Ni Ramón ni Laura tendrían energía para ello (aunque algo debieron haber sentido; si no, no los encontraríamos así).
A Jeremías le pedí que leyera el guión y luego nos tomamos un café para conversar sobre sus valiosísimas sugerencias. Eso mismo hice con Silvana Aguirre, con Raúl del Aguila y otros amigos. A Alberto Gálvez Oleaechea no lo conozco, pero lo he leído, por supuesto. Es más, creo firmemente que su libro “Con la palabra desarmada” es un libro fundamental, necesario; un libro que todo aquel al que le interese el Perú debería leer para comprender los móviles íntimos y de la época que llevaron a que una parte de esa generación de izquierdistas acabara militando en el MRTA y que, por cierto, son muy distintas de las razones que llevaron a otro grupo de peruanos a militar en Sendero Luminoso.
Y, por último, el agradecimiento al libro “Los Rendidos” de José Carlos Agüero tiene una anécdota concreta. Te conté, hace un rato, que Lucho Cáceres tuvo muchísimos problemas para acercarse a su personaje y yo traté durante más de un año de que relajara sus prejuicios y, para eso, lo invitaba a leer ciertos libros, ver ciertas películas y documentales, y casi siempre terminábamos peleando porque él pensaba que yo estaba tratando de lavarle la cabeza. Poco antes del inicio de rodaje, me enteré de “Los Rendidos” por un post en Facebook. Lo compré rápidamente y lo leí con un nudo en la garganta, pues, como sabes, es el libro que escribe el activista de derechos humanos, el científico social, pero sobre todo el hijo de dos militantes de sendero que murieron asesinados por las fuerzas del orden. Es un libro conmovedor, incómodo, que tiene la virtud de no tener respuestas sino muchas preguntas. El primer día de ensayos yo esperaba a los actores con ese libro como regalo. Y el efecto desprejuiciador que tuvo en Lucho Cáceres fue alucinante y decisivo para que pudiera interpretar a “Ramón”. Ese libro pudo hacer con él lo que yo no había podido hacer durante más de un año. Esa es la razón de mi agradecimiento.
«La última tarde» va a estar pronto en la Competencia Oficial de un muy interesante festival europeo. Hemos recibido, además, otras dos invitaciones que no se pudieron concretar porque ya teníamos comprometido esa premier europea. Y, luego, por supuesto, queremos estrenar acá en Perú en el primer semestre del 2017. Estamos en plena búsqueda de distribuidor (aunque ya hubo alguno que considera que la película “no tiene potencial comercial”, como si el potencial comercial significara siempre exhibir en 150 salas). Yo creo, por el contrario, que esta película sí tiene un potencial comercial mediano, como para salir en unas 15-20 salas, pues es una película con un par de actuaciones sobresalientes (eso han escrito algunos críticos y periodistas que la vieron en la función de prensa) de Lucho Cáceres y Katerina D’Onofrio y de una gran actualidad, en la que los personajes –además de enredarse en unos rulos emocionales inesperados- hablan sobre sus sensaciones contradictorias de este Perú del 2016 con todos sus mitos y sus taras.
Mi siguiente proyecto de largometraje «La piel más temida» aborda una historia de filiación sobre una hija que regresa al Perú porque quiere conocer a su padre. Es una road movie emocional y estamos muy contentos porque hemos ganado otra vez la beca de Fundación Carolina para formar parte del 14º Curso de Desarrollo de Proyectos Cinematográficos Iberoamericanos que se realizará en Madrid.
Funciones: La última tarde se proyecta en el Festival de Lima en los siguientes horarios:
Sábado 6 – 9:30 pm, CCPUCP – Sala Roja
Martes 9 – 7:45 pm, Cineplanet Alcazar – Sala 6
Jueves 11 – 3:00 pm, Cineplanet Alcazar – Sala 6
Esta entrada fue modificada por última vez en 1 de abril de 2017 17:20
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