[Crítica] «Érase una vez en… Hollywood»: El universo de Tarantino


Quentin Tarantino es uno de los directores más representativos de la época que vivimos y uno de los más creativos realizadores audiovisuales. “Érase una vez… en Hollywood”, su más reciente película, es el testimonio tanto de su notable maestría artística como de una obsesión con determinada clase de películas comerciales, mediante las cuales busca homenajear al quehacer cinematográfico como tal. Al mismo tiempo, se trata de una cinta entretenida, con predominio de momentos entrañables y sentimentales; y que, a diferencia de varias de sus obras anteriores, tiene menos situaciones de tensión y ultra violencia irónica. En consecuencia, es una obra más apaciguada, nostálgica y con cierto aire otoñal.

UNA AMISTAD A PRUEBA DE BALAS

Su argumento gira en torno a dos amigos: Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), un actor de westerns en cine y televisión en declive, y Cliff Booth (Brad Pitt), su doble en el cine, pero también su asistente y mejor amigo. Ambos tienen personalidades con marcadas diferencias. Booth es el personaje más activo, pragmático y ejecutivo; destaca en la acción externa. Mientras que Dalton está más bien en plan reflexivo y es un saco de inseguridades; se luce al exhibir sus conflictos internos. Tanto Pitt como DiCaprio han desarrollado a fondo sus roles, de tal forma que dan verosimilitud a sus personajes y son el principal sustento de la cinta.      

La relación entre ambos es muy intensa y, en cierta forma, complementaria; al punto que la confianza mutua está por encima de los siniestros rumores sobre el pasado de Booth. Cliff no solo “duplica” a Dalton en escenas de riesgo, sino que también es un asistente personal todoterreno: le maneja el carro, la casa (hace las compras), salen a beber juntos y le defiende el hogar a su jefe –literalmente– a costa de su integridad física; solo le falta ser su amante, lo que no es el caso. En cambio, Rick se la pasa bebiendo y sufriendo por el ocaso de su carrera y con la autoestima por los suelos. Dado estas diferencias de personalidad, la amistad solo pudo surgir de lo que ambos comparten: su dedicación completa al cine.

Y este es el eje central de la película. De hecho, sus mejores momentos son los que Dalton dedica a su labor profesional en las secuencias en las que conversa con una niña actriz y en la subsiguiente, dedicada al rodaje de una escena; así como en otros momentos, como en el que imagina haber podido reemplazar a Steve McQueen en otro filme. Hay todo un reconocimiento al esfuerzo artístico de películas de segundo o tercer nivel, pero que igual son laboriosas y exigentes; es decir, Tarantino ensalza el rigor artístico del cine industrial y las series de televisión de puro entretenimiento. 

Lo que está detrás de este énfasis del buen Quentin es el hecho de que este cine es profundamente conservador (ya que no es tan fácil seguir o cambiar a un público masivo, requiere tiempo) y, a la vez, exige hacer innovación constante pero dentro de esos apretados corsés (recetas) que funcionan en términos de taquilla (o de rating, en el caso de la televisión). Para lo cual se necesitan talentos quizás menores a los de los grandes maestros pero específicos y necesarios para llegar a un público de millones de espectadores.       

Al revalorar este cine comercial de segundo o tercer nivel de calidad, usándolo –tanto en forma como en contenido– como insumo para elaborar películas de alto nivel artístico, Tarantino se mete en el bolsillo a la crítica, pero también a la industria; así como a un muy buen segmento del público.    

RELLENOS EXQUISITOS

Lamentablemente, la película no se focaliza solo en esta línea dramática. Al combinar (parcialmente) la historia encarnada por Rick Dalton con el episodio del asesinato de Sharon Tate y un grupo de amigos por el llamado “clan Mason”, Tarantino añade abundantes citas y referencias cinéfilas que distraen al público de la historia principal de la cinta y la dilatan un poco; resultando desbalanceada narrativamente, además de autocomplaciente. No obstante, otros la entienden como un homenaje genial a un segmento de la cultura popular de los años 60 y 70 del siglo pasado; e incluso –por los contenidos autorreferenciales y el énfasis en el profesionalismo y rigor de la industria hollywoodense del espectáculo– lo interpretan como una declaración de amor al arte cinematográfico.   

No les falta algo de razón. El objetivo de “Érase una vez… en Hollywood” ha sido reconocer o recuperar las películas de la serie B que el director vio en su infancia y adolescencia y que muchos cinéfilos han disfrutado también en etapas tempranas de sus vidas. Son películas de segunda fila, norteamericanas e italianas (específicamente, espagueti westerns), así como numerosas series de televisión, que Tarantino definitivamente adora y cuyos procedimientos incluye extensivamente en varias de sus películas. En tal sentido, la cinta trabaja sobre esa eficaz receta hollywoodense (que tan buenos resultados le ha dado también a películas de la productora Tondero en Perú): la nostalgia. 

Sin embargo, ¿qué ocurre con las nuevas generaciones que no conocieron ese tipo de cine, o lo conocieron muy poco, o finalmente a los que les parece un cine inferior? La verdad es que salvo las cintas memorables de Sergio Leone y unas cuantas más de aquella época del espagueti western y otros subgéneros, la mayoría son trabajos prescindibles. Si los recordamos y disfrutamos ahora es porque Tarantino ha usado sus códigos y los ha recreado en un plano artístico muy superior. Pero un exceso de “recreación” –como el que aflige a la película que comentamos– y sin el auxilio de la nostalgia, puede causar la incómoda sensación de estar presenciando rellenos gratuitos.

Es el caso, entre otros, del episodio en el que Sharon Tate (Margot Robbie) va a un cine a ver un filme en el que actúa; secuencia autorreferencial por partida doble y, sobre todo, totalmente prescindible ya que no añade nada al argumento de la película; y que tiene sentido únicamente para mencionar dicha obra y la compra de una novela (“Tess d’Uberville”) para Polanski, quien años después la convertiría en una película. Cierto que es un relleno “exquisito”, tanto por la calidad con la que ha sido filmada como por las citadas alusiones para entendidos; pero eso no quita que sobre. Cabe reconocer, sin embargo, que Margot Robbie logra recrear una Sharon Tate encantadora, espontánea, inocente, fresh, cool, aniñada y bobalicona, todo en una.

CORRECTO E INCORRECTO A LA VEZ

Esto nos conduce a otro tipo de críticas que se le han hecho a la película y que tienen que ver con su “incorreción política”. Así, por ejemplo, el popular caricaturista Carlos Tovar “Carlín” considera –en un comentario en su cuenta de Facebook– que la cinta tiene sesgos racistas (“Italianos, hippies, hispanos, todos son presentados como deficientes frente a los héroes gringos”) y se generaliza a todos los hippies como asesinos similares a la “familia Mason”; mientras que mi amigo Alonso Almenara me hizo notar que uno de los protagonistas, Cliff Booth, podría ser un feminicida (la película no lo deja en claro) mientras algunos advierten que el machismo está presente por doquier. Otros han señalado también que la película (y, en general, el cine) de Tarantino abunda en estereotipos y un culto a la violencia. En suma, como lo sugiere Tovar, la película sería “una alta expresión de la cultura de la era Trump”. 

Entiendo la molestia que causan estas alusiones, provocadas por el hecho de que el director asume acríticamente este tipo de cine. Pero el tema es aún más complejo. Tarantino se toma muy en serio la construcción de la estructura dramática así como el manejo eficaz y creativo del lenguaje audiovisual. Lo que no se toma para nada en serio son los contenidos, bañados de nostalgia y ultra violencia, que él ve como parte de juego creativo y divertido, pero enteramente gratuito. Más aún, no se toma en serio los acontecimientos ni las referencias históricas: tanto en “Bastardos sin gloria” como en esta película se falsea la historia sin ningún problema.

Por tanto, la “incorrección” de Tarantino –en términos de contenidos– no solo es política, sino general. Aunque más correcto sería decir que en su cine la “incorrección política” muchas veces se anula con algunas dosis de “corrección política”. Así, por ejemplo, Dalton, en el singular diálogo con la niña actriz revejida, le confiesa sus más íntimos pesares y temores; incluso, termina llorando y, de hecho, solloza más de una vez en la película. O sea, hay también algunas gotas de corrección política al mostrar un macho sensible y que se muestra vulnerable. Aunque este episodio no deja de ser tan fabricado como los otros que componen esta película. Tanto así que, pocos momentos después de estas confesiones íntimas, Dalton toma a la niña y la tira violentamente al piso; en un acto presentado como parte de una supuestamente genial (“shakesperiana”) improvisación del actor. La niña y el director alaban al héroe, mientras que el maltrato se acepta en aras de un bien superior, artístico. 

[N.E.: Spoilers a continuación. Están advertidos] Otra: en la única escena de full ultra violencia de la cinta, una endemoniada émula de “Carrie” ataca a Booth con un cuchillo criticándolo… ¡por las escenas de violencia en las películas que actúa! De otro lado, el traumático desenlace del episodio del clan Mason se trastoca completamente, en un sentido opuesto a la verdad histórica; al igual que lo ocurrido con el asesinato de Hitler en “Bastardos sin gloria”. En ambas situaciones –aunque con un enfoque algo retorcido– hay una dosis de “corrección política” en los que la ficción “corrige” a la Historia para castigar a los malos. Aquí lo políticamente correcto es, a la vez, políticamente incorrecto; es decir, cualquier sentido o referencia hacia la realidad social o histórica, cualquier “corrección” se anula por sí misma. 

UN PROVOCADOR VACÍO

En este aspecto –el de su referencia a la vida y la humanidad de sus personajes–, el cine de Tarantino es un juego de suma cero, vacío, vacuo, irónico (nada es lo que parece) y falso. En cambio, la “verdad” de la obra tarantinesca estaría en su caudal de auto referencias a la tradición y arte cinematográficos y, especialmente, a un tipo de cine (industrial, de segunda o tercera filas) y a su talento para poner todo esto en escena. De allí que la película sea ensalzada por muchos críticos y cinéfilos, y recibida con beneplácito por gran parte de la industria; mientras su creador ha logrado ya, por adelantado, un lugar en el panteón del séptimo arte.

Antes, esta faceta de provocación gratuita también me molestaba, sobre todo porque junto a los procesos de producción de sentido en una obra artística, hay también procesos de recepción, en los que los públicos pueden sentirse afectados por películas de una manera muy distinta al buscado por sus realizadores; e incluso, resignificarlas (como, por otra parte, lo hace el propio Tarantino al trasmutar películas menores en trabajos artísticos). Es decir, así Tarantino considere que su obra es 100% ficticia y falsa (respecto de la realidad), de todas formas el espectador se sentirá afectado (identificado o no) y buscará tomar posición ante determinadas situaciones que se muestran en el filme; de allí que surjan críticas como las que discuto en esta reseña. 

Sin embargo, ahora comprendo que su idea es provocar por provocar ya que eso es parte de la cultura posmoderna y de la civilización del espectáculo. Sus películas están compuestas por discursos sin ninguna jerarquía de valor: falsos o verdaderos, reales o no reales. No interesa. El punto es que haya debate, controversia y si es posible escándalo; ya que la acción (violencia), el humor y el entretenimiento están garantizados –eso sí– con un elevado nivel artístico. Los debates que convoca –incluso esta misma reseña– se convierten en parte del espectáculo marcado por las controversias que la película genera y “apaga” a medias. 

No obstante lo anterior, de todas formas se filtran elementos de sinceridad que el director se esfuerza en evidenciar. Es el caso de los temores que aquejan a Dalton, generados, de un lado, por sentirse en el tramo final de su carrera y (afectado por la crisis de) su mediana edad y, de otro, por los fallos de memoria o no poder dar la talla profesionalmente. En su vida hay una perspectiva pesimista sobre el mediano plazo e inseguridad en lo inmediato. Mientras que tras su baja autoestima, se insinúa un complejo de inferioridad al compararse con sus vecinos, la pareja famosa de Polanski y Tate, así como sus fantaseos en otras expectativas profesionales (lo que pudo ser y no fue). 

Y la solución a estos problemas es de lo más irreal, en términos sicológicos: cambiar la historia, que estas penosas realidades se resuelvan y “corrijan” en la ficción cinematográfica. En tal sentido, ya sea que consideremos a Rick Dalton tanto como alter ego de Tarantino, como si no, esa “corrección” a la verdad histórica solo puede salir de un fantaseo irreal, de una negación de la realidad (y de la verdad). Hay en este punto un atisbo de conciencia por parte del realizador, una duda, que le abre una puerta interior que –sin embargo– él se apresurará a cerrar en este juego de suma cero que es su cine. 

El personaje de Cliff Booth, en cambio, no tiene esas dudas existenciales. Él ha superado el hecho traumático de su pasado –haya sido accidental o intencional– por lo que deja una sensación ambivalente: las dudas no son propias de él, sino de quienes lo rodean en el plano profesional. Sobre todo cuando se le ve sonreír con suficiencia al salir a flote el tema de ser presunto feminicida y, luego, cuando se muestra como un tipo duro y violento; queda, entonces, una sombra de duda no esclarecida. Mientras que Dalton lo defiende con todo, por lo que se puede suponer también que hay algún tipo de deuda que Cliff le reconoce a Rick; misterios sobre los que se termina de cimentar su amistad.   

COMPLEJIDAD TARANTINESCA  

En esa línea, es interesante observar cómo las películas de Tarantino –en tanto productos de una civilización del espectáculo, supuestamente superficial–, en realidad son obras muy complejas si las vemos como productos puramente artísticos. El carácter autorreferencial del filme –por ejemplo– es un componente esencial de la estructura dramática: los personajes se comportan en su vida cotidiana como en las películas en las que participan y viceversa. Más aún, si nos internamos –emocionalmente (recuerdos, nostalgia) y/o intelectualmente– en el cúmulo de citas que van de lo erudito a lo banal, con buenas dosis de nostalgia, humor o violencia. De esa forma, añadimos nuevas capas de discursos sobrepuestos en los que los mecanismos de la ficción (de los filmes y series televisivas que “Érase una vez… en Hollywood” refiere, cita e infiere) absorben a la realidad hasta trastocarla en extremo. Debajo de todas estas capas encontraremos… el vacío, la nada: pero el camino habrá sido fascinante para los interesados (obligados o enganchados) en recorrerlo; o sea, para el público. 

Queda sin embargo un dilema flotando: ¿debemos juzgar al cine de Tarantino solo como lo que propone –un ejercicio virtuoso e imaginativo que trabaja en la tradición cinematográfica– o como un cine consistentemente conservador –como en general lo es esa misma tradición– bajo la evidencia de su enfoque hueco y falso? Cuando empecé a escribir sobre cine, hace muchos años, me apuntaba en el primer concepto, el de la pura calidad artística. Pero luego, con el transcurrir de los años y de manera imperceptible, comencé a tener una visión más completa; es decir, consideré también lo que las películas proponían como visión del mundo. El cine de este realizador –con esa radical separación entre ambos planos de análisis e interpretación, sobre la que también él ha reflexionado– nos desafía en este aspecto fundamental con su concepción del cine.      

Se comprenderá que, para los que nos deja indiferentes muchos de los productos industriales que encandilan a este director, la obra de Tarantino tendrá una relevancia menor, aunque siempre valiosa como ejercicio cinematográfico. En consecuencia, no vale mucho la pena tomar en serio esos discursos sobre la realidad –la vida social, económica, cultural, histórica o de cualquier otro tipo– que se evidencien en el filme, y asumir que se trata de un cine de entretenimiento elevado, aunque vacío y gratuito.

En todo caso, la crítica de fondo que se le puede hacer a Tarantino es su cinismo, ejemplificado en el los créditos finales de la película, en los que intercala el rodaje de un spot publicitario de cigarrillos, interpretado por Dalton/DiCaprio, que lo pinta de cuerpo entero, inequívocamente, así como a su concepción del cine (y de lo que realmente piensa del resto de los mortales, incluyendo a los críticos). 

Si has llegado hasta aquí, pues te felicito. Y te regalo más lectura, con unas notas adicionales eliminadas de la reseña original y que –según mi esposa– son ociosas e innecesarias. Sin embargo, podrían ser de tu interés. Tú decides.

NOTAS ADICIONALES.-

Es un lugar común decir que el arte reconstituye la realidad a partir de la ficción; o sea, llega a la verdad usando las mentiras. Tarantino, en cambio, reconstituye la irrealidad de un cine que ya fue a partir de más irrealidad; es decir, pretende cambiar la verdad, sepultándola con mentiras más y mejor elaboradas. En otras palabras, se cuece en sus propios jugos. 

En ese sentido, Tarantino aplica a esa concepción de la literatura –adaptada al cine– concebida como “la torre de marfil”; en la cual un autor genial se encierra en un mundo propio, creado por él, inaccesible pero enraizado en la tradición, a la que busca desarrollar mediante la erudición, la destreza técnica y el perfeccionismo artísticos. 

Tales creadores, ultra especializados y complejos, solo llegan a un público selecto, limitado, culto y exquisito. Tarantino pertenece a esa raza especial solo que ha logrado darle una vuelta de tuerca a ese arte elitista y consigue con sus películas llegar a un público amplio, masivo, que busca el escape a las tensiones de la vida (cotidiana y la realidad) mediante emociones intensas y catárticas; a las que no hay necesidad de tomarlas en serio y que quedan en nuestra mente como recuerdos de fuegos artificiales –espectaculares, feroces y dilatados– que anticipan una noche oscura, vacía e inconsciente, hasta una siguiente ocasión.     

Parte de este gran éxito de público se explica también por las analogías entre algunas características de la película y ciertos hábitos generados por las redes sociales. Para empezar, el hecho de que los personajes se comporten por igual sea en su cotidianeidad como en las películas en las que actúan o incluso en las que Tarantino cita o referencia, muestra una absorción de la realidad por la imagen cinematográfica. Este proceso es un reflejo de la tendencia entre millenials y centenials de vivir más en el mundo virtual (dominados por su celular) que en el mundo real. La irrealidad discursiva que compone las cintas de este director encuentra su correlato en esa hiperconectividad que anula el tiempo libre y hace más excitante la soledad y el vacío, antes que las interacciones presenciales. 

Luego tenemos las “correcciones” a –léase, el falseamiento deliberado de– la verdad y la evidencia histórica que observamos en la película, lo que se relaciona con el imperio de la posverdad que reina en las redes sociales y, especialmente, en el tuiter. La firme creencia en las fake news se explica por el predominio de la emoción sobre la evidencia empírica de los hechos o cifras. Hay gente que prefiere mantener tercamente lo que le mandan sus sentimientos (su visión del mundo) antes que aceptar los hechos evidentes y comprobados. Tarantino refrenda este comportamiento del espacio 2.0 en los clímax de sus dos últimas películas 1.0.

La tan citada escena de Sharon Tate reúne varias de las características que se exigen hoy en Instagram. Hay un predominio de lo estético y la espontaneidad del momento. Además, sucede un cuasi selfie de la actriz con la boletera del cine y luego el acomodador le toma una foto de cuerpo entero con el afiche la película (exactamente igual a la foto que me tomó hace unos días mi amigo José Donayre Hoefken junto al afiche del Hay Festival). Este tipo de banalidades que pululan a montones en las actuales redes sociales encuentran su lugar en el episodio que comentamos y en otros momentos, salpicados a lo largo de la película. 

Más aun, los desbalances de la estructura dramática que anotamos más arriba podrían no ser tales sino un efecto (o influencia) del desorden y la fragmentación que caracterizan a una red social como el tuiter; trasladados –quizás involuntariamente– por Tarantino al ámbito del cine. Ahora bien, todo hay que decirlo, estas no son las mejores influencias que podrían tomarse del mundo 2.0; de hecho, la mayoría son de las peores. Siendo fenómenos distintos, ambos conducen a un mismo resultado: colocar por encima de todo –y exacerbar– lo emocional, al punto de anular muchos componentes racionales o referencias a la realidad empírica e histórica.    

En todo caso, queda claro que “Érase una vez… en Hollywood” no es una película reaccionaria que se limite a idealizar una etapa superada en la historia del cine industrial, sino que tiene características totalmente contemporáneas en materia de comunicación (además de la propia y peculiar estética tarantiniana). O sea que de ese “érase”, ni tanto ni tampoco tampoco. Esta es una obra bien anclada en el momento actual. En tal sentido, no está tan descaminado “Carlín” cuando afirma que este filme es “una alta expresión de la cultura de la era Trump”. Sin embargo, yo no sería tan específico ya que el contexto cultural del cual es tributario Tarantino viene desde los años 90 e incluso desde antes. Gilles Lipovetsky lo ha descrito, aunque con un enfoque positivo, en “La era del vacío” y otras obras.               

Al mismo tiempo, el extraordinario éxito de público de esta cinta quizás no se deba tanto a sus cualidades estéticas o a sus referencias a películas, series y actores pretéritos, sino a estas características audiovisuales que sintonizan con el clima cultural de nuestra época, el cual coloca –merced a las redes sociales– en el centro a la persona común y corriente (y, en este caso, al espectador). Características con las que se puede identificar (o que empatizan) con un amplio rango de públicos, desde los jóvenes usuarios de redes sociales hasta los nostálgicos de esos no tan antiguos subproductos del cine hollywoodense y de la televisión comercial del siglo pasado.   

De otro lado, en este masivo éxito de público veo una sutil provocación a quienes ponen por las nubes la obra de este realizador, pero al mismo tiempo desprecian el cine comercial hollywoodense. Tarantino les demuestra que ese cine todavía puede decir mucho sin que, en el fondo, signifique nada. Así como pone en la picota lo que algunos llaman “televisión basura” (o sea, la de mero entretenimiento), equivalente actual de aquel cine que “Érase una vez… en Hollywood” muestra en términos profesionales y de producción. 

Habiendo trabajado algunos años en la televisión comercial puedo dar fe que el panegírico que Tarantino le dedica a esta actividad tiene una base cierta. Es la etapa de mi vida profesional más exigente, ardua, agotadora y absorbente, pero también la más divertida; y no solo por los talk shows sino también por el frenesí de los predios noticiosos. 

Cuando empecé, me advirtieron claramente que el talento debía estar puesto al servicio de (y limitado a) contenidos mediocres y hasta vulgares; pero debía hacerse eficazmente y siempre just in time. Algún propietario de medios decía sin tapujos que la gente estaba acostumbrada a consumir basura y que eso había que darle al público para que el negocio se mantenga; pero, al mismo tiempo, el mismo dueño exigía calidad, objetividad, “nivel” y rigor informativo. Un productor deslizaba que no había que tener demasiada inteligencia en televisión, queriendo significar que la creatividad debía dirigirse hacia un misterioso término medio –ni muy vulgar ni muy sapiente– que enganche a la mayor cantidad de personas (sintonía), explotando el figuretismo, hoy ya tan desatado y en boga. Esta era la parte fea a la que había que ceñirse y hacerlo con convicción, entrega y sacrificio. 

Quienes critican a la llamada “televisión basura” ignoran que –aparte de las características profesionales específicas del medio– también en estos productos de entretenimiento masivo se expresan tendencias sociales y culturales perfectamente legítimas; las que pueden estudiarse como fenómenos de comunicación y en otros campos de las ciencias sociales. Históricamente, quienes critican este segmento de producción audiovisual, provienen de dos grandes sectores: el sector educativo y la academia, y las iglesias. 

En el primer caso porque la industria del entretenimiento aparta a los niños y jóvenes de los estudios; o, peor aún, reemplaza el conocimiento por el entretenimiento, lo profundo por lo superficial, y el esfuerzo por el consumo pasivo de tonterías varias (como las que pueblan las cintas del buen Quentin). En el segundo caso, porque la industria televisiva (y el cine) han desplazado los mitos religiosos tradicionales y los han reemplazado por (o compiten con) otros mitos, más entretenidos y espectaculares (Lucas, Marvel, et al., para mencionar los más recientes). No hablemos ya de la creciente libertad sexual (y la libertad a secas) que desafía desde el cine y la televisión (incluso la puramente comercial) a las tendencias religiosas fundamentalistas más intolerantes. 

Es a estos grupos a los que Tarantino reta con su fascinación por este tipo de cine y televisión comerciales, y de baja o media calidad. Sin embargo, no es el único que valora tales trabajos. Varias de estas películas podrían ser lo que Umberto Eco –en su clásica obra “Apocalípticos e integrados”– denominaba productos midcult; es decir, no la alta cultura ni la cultura de masas. Sino filmes y series televisivas de entretenimiento, sin grandes pretensiones, y con ocasionales logros artísticos. Incluso les reconoce estos logros a algunos productos de consumo masivo (y pone ejemplos de piezas de “alta cultura” perfectamente irrelevantes). Es interesante recordar esto cuando varios admiradores de Tarantino, al mismo tiempo, critican –en nombre de la “calidad”– la existencia de un cine industrial e incluso del entretenimiento televisivo, que este director tanto ama. 

Estas divagaciones fueron la única nostalgia que me inspiró el esfuerzo de Rick Dalton por mantenerse en pantalla, cediendo y adecuando su talento a lo que no sin cierto desprecio consideraba la antesala de la jubilación: los espagueti westerns. 

De otro lado, Tarantino no ha sido el único que ha utilizado elementos banales para elevarlos a la categoría de piezas artísticas. En un libro que estoy leyendo encuentro un buen ejemplo de lo anterior, aunque referido a intelectuales (hoy) de segundo orden a comienzos del siglo pasado en Alemania; uno de ellos fue Rudolf Kassner. “El conde Hermann Keyserling había llamado a Kassner… ‘el genio mayor del chisme’, designación poco amistosa, pero Keyserling quería que se la entendiera con un sentido positivo… Según Keyserling… ‘Kassner sabía hablar de lo privado y lo íntimo con tal ingenio, en su imaginación las pequeñas intrigas se convertían en sucesos tan importantes, que esto por sí solo ubicaba al puro chisme en la categoría de un arte elevado’” (Martynkewicz, Wolfgang, Salón Deutschland. Intelectuales, poder y nazismo en Alemania (1900 – 1945). Barcelona, Edhasa, 2013; p.175). 

Esto me recuerda a episodios de la película, como el del supuesto asesinato de la esposa de Booth (chisme) o el de Bruce Lee (chiste). En estas situaciones, el rumor que se resiste a desaparecer y la broma banal, entre otros, son parte de los comentarios admirativos por un sector de la crítica, como si tuvieran alguna importancia; aunque también, del otro lado, reciben críticas por misógina y racismo. Pero el realizador yanqui incluso habría superado a Kassner pues “ubica” no solo chismes sino puras banalidades y hechos intrascendentes (para el común de los mortales), como la ya mencionada visita de Sharon Tate al cine, hasta convertirlos en “en la categoría de un arte elevado” (para críticos y cinéfilos adictos a este director).

Y hablando de Tate, demás está decir que la visión –evanescente, cálida y casi virginal– de la malograda actriz que presenta la película dista mucho de la realidad. Al menos al inicio de su corta carrera, ella tenía un talante frío y distante, producto de su timidez; lo que pude comprobar en varias fotos colectadas de internet para mi álbum electrónico de personajes culturales.

Además, vale avisar que esta cinta tampoco muestra cómo fue realmente la masacre perpetrada por algunos miembros del clan Mason; aunque no se puede negar que esta parte de la trama presenta quizás las dos mejores escenas –una de tensión y otra de ultra violencia– de la película, y que enloquecen a los fans de Tarantino.

Sin embargo, si se quiere acercarse y profundizar en el mundo juvenil de esta pandilla asesina, recomiendo la notable novela “Las chicas”, escrita por una autora entonces de apenas 26 años, Emma Cline, que describe con bastante detalle y sutileza sicológica a los que serían sus miembros y al propio Mason. Más aún, se puede ir descubriendo paso a paso cómo unas adolescentes simpáticas y divertidas –con una imagen muy parecida a la que presenta Tarantino de Sharon Tate– pudieron convertirse en asesinas despiadadas.

Si no se dispone de tiempo ni interés en el libro, al menos puede consultarse esta reseña periodística que, por otra parte, podría también servir de introducción al tema y a la novela.

Finalmente, es una pena que Mason aparezca en la película muy de pasada. Quien quiera completar una imagen del personaje puede dirigirse al capítulo 5 de la segunda temporada de la buena serie televisiva “Mindhunter”, que se emite por Netflix. Allí se muestra brevemente un Mason realmente tarantinesco, tanto físicamente como con ese talante provocador en la entrevista con un agente del FBI. En alguna realidad paralela, quizás sería interesante que Tarantino interprete este papel, tan hecho a su medida.

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