The Godfather
Dir. Francis Ford Coppola | 175 min. | EE.UU.
Intérpretes:
Marlon Brando (Don Vito Corleone), Al Pacino (Michael Corleone), James Caan (Santino ‘Sonny’ Corleone), Richard S. Castellano (Pete Clemenza), Robert Duvall (Tom Hagen), Sterling Hayden (Capt. Mark McCluskey), John Marley (Jack Woltz), Richard Conte (Emilio Barzini), Al Lettieri (Virgil ‘El turco’ Sollozzo), Diane Keaton (Kay Adams), Abe Vigoda (Salvatore “Sally” Tessio), Talia Shire (Connie Corleone Rizzi), Gianni Russo (Carlo Rizzi)
Historia arrancada del best seller de Mario Puzo y que inspiraría a uno de los títulos clave, por varias razones, del cine norteamericano de los años 70’s. The Godfather supuso una apuesta por el éxito comercial, espectacular e impactante, pero resultó mucho más que sólo una ilustración de una novela llevadera de gangsters. El film de Coppola es una visión verdaderamente personal y lúcida sobre el imperio estadounidense. La ilustración de esa fantasía se encuentra en esta película teñida por la melancolía y la tragedia. The Godfather puede definirse como una elegía, un lamento por el arrollador paso y transformación de la civilización que se sustenta en la destrucción del individuo, de su libertad de movimiento, de la negación de su felicidad a causa de un destino no elegido pero obligado a aceptar.
Vito, Michael y toda la familia Corleone son los protagonistas de esta historia arrancada del best seller de Mario Puzo y que inspiraría a uno de los títulos clave, por varias razones, del cine norteamericano de los años 70`s. El encargo de la Paramount recayó en el joven Coppola quien habría de convertirse en uno de las personalidades más importantes del nuevo Hollywood tratando de levantarse de la crisis a base de todo tipo de experimentos o concesiones. The Godfather supuso una apuesta por el éxito comercial, espectacular e impactante, pero resultó mucho más que sólo una ilustración de una novela llevadera de gangsters. El film de Coppola es una visión verdaderamente personal y lúcida sobre el imperio estadounidense. Áquel del mítico “american dream” de muchos, muchos años atrás cuando se anunciaban a grandes voces en todo el mundo la posibilidad de la propia fortuna en sus tierras abiertas de par en par. La ilustración de esa fantasía se encuentra en esta película teñida por la melancolía y la tragedia. Es el halo, para muchos imperceptible, de la violencia y la corrupción muchas veces necesaria para el éxito y que presta atención acá al mundo del crimen organizado, a las mafias que, como cualquier familia, cruzaron el atlántico con ilusiones de una vida mejor.
The Godfather supuso, antes que nada, la aparición contundente de una nueva camada de cineastas alimentados de manera equitativa por la tradición de su país y las vanguardias que triunfaron en la década previa. Coppola aparece como el primer nombre insertado en el panorama hollywoodense con su propuesta compleja y fascinante del espectáculo barroco y hasta autoconciente. Es la era de la postmodernidad anunciada en esta película que empezó siendo una tentativa de continuar la moda retro en la onda de Bonnie and Clyde. Como aquella otra gran película, The Godfather también se refiere a las verdades no oficiales, al mundo auténtico y vital que transita en la vía alternativa a la ley (o a la interpretación interesada que se le otorga). Pero a diferencia de los fugitivos del film de Arthur Penn, Don Vito Corleone se ha establecido como “hombre de bien” a la vista del Estado, el progreso y el desarrollo. El empresario/mafioso vive en esa dualidad con el beneplácito de las instituciones bendecidas por la democracia. Pero su camino desde un inicio se encuentra trazado por la sombra de lo impío, del recibimiento y aceptación de los poderes de la nación siempre y cuando estos sean sólo disimulados. Todo se permite bajo estas sombras y bajo la condición de permanecer en ellas, la constitución, el Estado y la siempre intangible conciencia de la sociedad le permitirá hacerse un lugar en el banquete.
La imagen inicial representa y resume muy bien la esencia bastarda de ese acuerdo. Las sombras dominan todo el encuadre tras unos solemnes y hasta fúnebres acordes. “I believe in America” se pronuncia dentro de esa oscuridad que en su seno alberga este cuadro de una mínima audiencia en esta sucursal de las instituciones diurnas o legales. “America has made my fortune” remarca el rostro del ciudadano compareciendo ante los poderes subterráneos del padrino, juez y soberano. Esta notable secuencia nos proyecta hacia lo que habrá de ser esta película: una mirada cuestionadora, desmitificadora, autoconciente, pero ante todo una tragedia. La gran tragedia que germinó al lado del éxito en las tierras del norte (expresión exacerbada y señalada de cualquier otra en el mundo). No resulta para menos el tono y las intenciones que le otorga Coppola a su “film de gansters” estrenado en plenas postrimerías de la era Nixon y tras la carga y conflictos de los años de Vietnam, el verdadero fin de la inocencia. Lejos se encuentra este film de las clásicas historias de buenos y malos que poblaron el tradicional imaginario criminal con James Cagney o Edward G. Robinson, de sus raudos ritmos y sus auras de leyenda semejantes a las del western. En The godfather se toma ese modelo para subvertirlo, teñirlo y hasta darle un tiro de gracia por la espalda.
Dando a conocer ya su característico gusto por la espectacularidad y la opulencia, Coppola se remite aquí mucho menos a los mecanismos de género del Hollywood clásico y más a los cuadros decadentistas del italiano Visconti, particularmente a su magistral Il gattopardo. Esa ritualidad consigue expresarse brillantemente en la épica extraña y reposada con la que presenta la historia de los Corleone. La primera media hora del film, que en cierta forma rinde homenaje al largo baile final de la película de Visconti, replantea ese estilo operático del italiano como reportaje o intromisión a un mundo a la vez exclusivo y globalizador. Toda la secuencia de la boda de Connie, la princesa del castillo familiar, esta concebida apasionantemente como un universo definiéndose por pequeños detalles sueltos aquí y allá, alrededor del señor a reverenciar u acompañar (como cualquier personalidad de la política o lo que fuere). Un complejo montaje nos lleva a conocer a todos los participantes de esta fiesta vista de reojo por la autoridad (socio escondido que envía obsequios pero se abstiene de asistir). Se suceden los planos cercanos y generales, los interiores y exteriores que dan cuenta de esta sociedad conformada por el ideal de un capitalismo alterno: los Don (o duques), sus familias erigidas como nueva nobleza, sus sicarios y demás sirvientes. La coreografía de la nueva y próspera sociedad vista a través de su copia en negativo nos presenta a la familia y su armonía como fin y principio de todos los actos, los más dulces y cariñosos o los más despiadados y brutales que veremos a lo largo del la película. Con mayor intención que otros antes, Coppola se introduce en el mundo del gangster para observarlo desde el traspatio, en sus detalles banales o menos “dramatizables”. En las conversaciones durante la comida, en las risas del baile, en la intimidad con sus seres queridos.
Particularmente notable es ese sabor tan propio de la cultura mediterránea que acrecienta la impresión de estar contemplando un mundo aparte dentro de la sociedad norteamericana (como tantas otras). Ambigüedad digna del gran Luchino es la que impregna el no menos brillante Coppola (de ancestros italianos al fin) para hacer de sus mafiosos unos seres que siguen y aceptan designios por lealtad, amor o respeto tanto como por la consabida ambición de poder y fortuna. Los grupos se definen más por familias que por bandas o pandillas y esas es su naturaleza contradictoria de la cual germina su esencia trágica. Las imágenes aunque en gran parte diurnas, no dejan de presentar sombras, apariencias tristes aún incluso dentro de la mayor euforia o violencia (impresionante trabajo del estupendo Gordon Willis). Suerte de proyección de un destino maldito que ha recompensado pero también encarcelado de por vida a Don Vito y de manera más siniestra a su engreído Michael, el único a quien hubiese soñado libre de ese fantasma que lo acompaña. Ambos personajes concentran mucho más que los otros esa contradicción y complejidad que proyecta a su vez las dos caras de la institucionalidad y el éxito que se avala de ella. Brando compone uno de sus papeles más celebres, siempre será recordado con ese rostro envejecido, sabio de antiguo patriarca aunque se delate resignado. Pero es Pacino el que se convierte en la estrella de la película en una interpretación extraordinaria de un sutil pero progresivo envilecimiento. Junto a ellos no queda menos que resaltar un cast de lujo entre los que se encuentra James Caan como el impulsivo Sonny aspirante a Don y especialmente Robert Duvall como el mesurado e inteligente Tom Hagen, el consiglieri no italiano (como símbolo de los tiempos que cambian).
The Godfather puede definirse como una elegía, un lamento por el arrollador paso y transformación de la civilización que se sustenta en la destrucción del individuo, de su libertad de movimiento, de la negación de su felicidad a causa de un destino no elegido pero obligado a aceptar. La clásica frase “le haré una oferta que no podrá rehusar” (solo mencionada por Vito y Michael, abdicante y sucesor) adquiere, más allá de una ligera comicidad, una poderosa significación. Es manifestación de ese inasible impulso que controla las voluntades y decisiones (de dios o la nación) al cual el padrino representa solo en una de sus facetas como en la historia del líder de la banda de Johnny Fontane o la antológica secuencia de la cabeza de caballo (el tema de las presiones en el mundo del cine surge como tema tangencial). El don y sus tentáculos son motivo de temor, pero también de codicia lo cual lo llevará a convertirse de propiciador, a víctima de las circunstancias que ha creado. La trama desatada con la aparición del turco Sollozo y las drogas (el negocio del futuro) irá dándole al capo la apariencia de otra más de sus incontables víctimas empujadas a aceptar lo que le deje ese espiral de vicio. Lo perturbador es que se acerca a ese cadalso espiritual con la mayor conciencia y lucidez de estar cumpliendo también un papel predeterminado que continuará su descendiente como última penitencia. En una escena clave Michael le dice a su padre indefenso “estoy contigo ahora”, momento que lejos esta de ser revitalizador (pero sí más que conmovedor), marca a partir de ahí el siguiente tramo de la oscura carrera de postas en pos de la supervivencia a toda costa. Carrera que lleva a Michael (de la mano del realizador) a la tierra primigenia, allá donde ya antes el Príncipe de Salina se consumiera en idéntica contradicción expresada en sus paisajes bellísimos pero de violentos contrastes (resuenan siempre perfectas las notas amorosas y dolientes del gran Nino Rota también presente en Il gattopardo).
Pero su historia apasionante y tenebrosa no se decide como la de aquel noble que murió lejano y aislado sino como la del errante Eneas que cumplió su labor de fundador de un futuro imperio. Destino de grandeza, pero también de compromiso total que se remiten más allá en ese mediterráneo, a los elegidos malditos de Sófocles o Eurípides en los cuales Puzo y Coppola se apoyan como troncos firmes de la dramaturgia y sus posibilidades connotativas. Su suerte e inclusión en el poder se define en una más que enfática sesión de los poderes alternos (con local institucional y bandera incluidas) negociado su particular “pacto social”. Se procede entonces al cambio de mando y la resolución de esa paz mentirosa que se encuentra detrás de esta estrategia política (aunque la ejerzan los maleantes de altos vuelos). La secuencia del bautismo definitivo de ese padrino (como Coppola ante la industria) se desarrolla en un decisivo y notable momento climático concebido en un montaje alternado tan propio del director desde entonces y cierra la sinuosa ceremonia de ascensión al trono (en su propia versión del salón oval) observada siempre más allá del umbral de la puerta por la curiosa y condenatoria mayoría a la cual es preferible cerrarle la puerta por su propio bien, por el bien común y el del estado de las cosas. Conclusión aplastante, en negro, que a pesar de todo se anunciaría poco después como un final abierto a una saga conducida con talento y coherencia como pocas.
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